domingo, 31 de julio de 2016

Los amantes de Florencia

Hace ya algún tiempo que mis pasos no frecuentan las calles italianas. Sin embargo,  mi mente siempre se traslada a aquellos recuerdos de principios de mayo con la facilidad de un suspiro. Eran buenos tiempos; te sentía a mi lado pese a la distancia y anhelaba el momento de volver a escuchar un “te quiero” salir de tus labios, aún en presente.

Recuerdo con total exactitud un día inusualmente caluroso en el que me perdía por los recovecos de Florencia. Recuerdo a los vendedores ambulantes, paseándose sin un rumbo fijo y usando todas sus nociones de español con la finalidad de convencerte para comprar palos selfie o gafas de sol. También visualizo en mi mente al gran número de turistas, de todas las nacionalidades y enormemente preocupados por no olvidarse de inmortalizar con sus cámaras cada instante, cómo si un monumento fuera a evaporarse si no eras lo suficientemente rápido a la hora de hacerle una foto.

Antes de poner por primera vez un pie en la ciudad, me habían advertido medio en broma sobre la posibilidad de sufrir el síndrome de Stendhal. Afortunadamente, no fue mi caso, pero puedo asegurar que no por ello me libré de la sensación de falta de aire al alzar los ojos hacia el cielo para alcanzar la totalidad de las obras de arte, ni de la incredulidad constante que, al cabo de unos días, me parecía una emoción de lo más familiar.

Podría continuar hablando sobre la magnificencia artística de Florencia sin reparo alguno; no obstante, no fue aquello lo que me regaló el mejor recuerdo de aquel viaje. El origen de este es algo menos palpable y desconozco el nombre de sus causantes, a los que decidí llamar “los amantes de Florencia”.

Tal vez creas que fue mi actitud nefelibata la que me llevó a engrandecer el momento, y yo no te lo discutiría, porque sé que hay una gran posibilidad de que ese sea el caso. De todas formas, procederé a describirlo.

Frente a la catedral de Santa María del Fiore, el bullicio aquel día era tan denso que se podía respirar. No me gustan las multitudes, pero durante el viaje el grado de felicidad fue tal y tan contagioso que apenas lo tuve en cuenta. Tampoco me paraba a mirar a todas y cada una de las personas con las que me cruzaba; sin embargo, de entre todas, hubo una pareja que inevitablemente llamó mi atención.

Ambos estaban parados ante la catedral. En ningún momento vi sus labios moverse; sólo se cogían de las manos, dándole la espalda al mundo, y se miraban el uno al otro con tal intensidad que me sentí una intrusa; me daba la impresión de que estaba interrumpiendo su intimidad. Parecía que nadie a mi alrededor se hubiera dado cuenta; los turistas los rodeaban sin verlos, y me pregunté cómo era eso posible, si el sentimiento que irradiaban sus miradas bastaba para hacer empequeñecer la belleza arquitectónica del lugar. Nunca una eternidad había resultado tan palpable.

Experimenté una gran admiración hacia ellos y enseguida decidí que en un futuro escribiría sobre ellos. Hacían que amar pareciera tan fácil y tan real, que al instante deseé poder ser algún día la protagonista de un momento tan mágico como ese, que te dijera a gritos, sin necesidad de palabras y con total exactitud que eres ese Alguien, con A mayúscula y pronunciado sin miedo alguno, para otra persona. Pensé en ti, qué ironía.

Aún ahora, de vez en cuando, cuando me invade el recuerdo, me pregunto si los amantes de Florencia seguirán intercambiando esa clase de miradas que paran el tiempo, o si seguirán encontrándose frente a la catedral para compartir su amor en silencio, como si de un ritual secreto se tratara. También me pregunto si alguien más ha llegado a percatarse de su presencia y ha sentido las mismas ansias de amar y ser amado que sentí yo en su momento. Quién sabe si el tiempo quiso romper sus eternidades y se dieron por vencidos, o si resistieron, o si nunca tuvieron problema alguno para continuar amándose con la más sincera devoción el uno por el otro.

Nadie se puede salvar del tiempo, ni tampoco del recuerdo. No puedo saber cómo continuó su historia a partir del segundo en el que me vi obligada a apartar la mirada para continuar mi trayectoria, pero sé que en mis momentos de reminiscencia, siempre seguirán compartiendo miradas, sentimientos, escenario e ilusiones. Serán los amantes inmortales de una ciudad intemporal.

viernes, 29 de julio de 2016

"Buena suerte" y "otra vez será"

Hipócritas. Estoy rodeada de todos y cada uno de ellos, y no quiero ser otra más.

Gente que te pregunta cómo estás por el simple hecho de ser el convencionalismo más trillado de la historia. Responderás que estás bien, porque tienes la respuesta aprendida a la perfección y sabes que, al fin y al cabo, a ninguno de ellos le importa una mierda. De hecho, puede que incluso te lo agradezcan interiormente; un problema ajeno menos por el que preocuparse.

Siluetas que se mueven por un laberinto artificial que ellas mismas crearon, fingiendo estar solas, ignorando a otras vidas que caminan sobre el mismo asfalto. Espectros que, con suerte, intercambian miradas de indiferencia antes de no volver a verse nunca más, y que se encogen y se apartan a cada roce involuntario.

Sin embargo, los peores son los que se disfrazan. Aquellos que provocan tormentas y dicen entenderte. Tal vez lo hacen, pero llega un punto en el que se marchan sin más y dejan tu mundo arrasado y malherido, con todos los desperfectos causados por el temporal.

Lo que más duele es la despedida, las palabras edulcoradas. Ese “buena suerte” que colma el vaso y sumerge tu Atlántida. A ver luego quién es el guapo que la encuentra. Suena tan falso que parece hiriente aposta, y me recuerda a esas cantimploras de azúcar embotellado que compraba de pequeña en el quiosco, una y otra vez. Su etiqueta era el aviso de una posible recompensa y tú rascabas para tropezarte siempre con ese “otra vez será”. No quiero volver a encontrarme con ese mensaje nunca más.

Holden Caulfield, cuánta razón tienes.

Empiezan a dolerme las mejillas de tanto fingir sonrisas y cada vez me quedo con menos argumentos para justificar un estado de ánimo que no es el mío. Me cuesta hacer ver que supero todos los problemas con facilidad y estoy cansada de aparentar ser esa “chica increíble” de la que se habla en conversaciones obligadas con “conocidos” que en realidad se desconocen por completo. Esa chica no soy yo, ni nunca lo seré.

Sé que yo también me estoy volviendo una hipócrita; es un proceso irremediable al que nadie puede sobrevivir. No quiero serlo, pero intento frenarlo y fallo; me descubro a mí misma frente al espejo criticando a mi reflejo.

Somos actores noveles de una obra inacabable y nos guardamos los unos a los otros el secreto de que nos derrumbamos entre escena y escena.
 
 
 
 

domingo, 17 de julio de 2016

Días con sabor a sal y fuego en la piel


Sumérgete lentamente en el mar y siente como el agua te hiela el cuerpo. Avanza imparable hacia su interior; es en el fondo donde te espera la respuesta a todos tus males.

Empiezas a sentirte ingrávido, y cada vez te es más difícil seguir el camino soñado, pero lo haces. En algún momento las olas te cubren la cara y la sal de tus lágrimas se pierde en el océano, condenada por su dualidad. «¿Soy mar o navegante entre mis desdichas?», te preguntas.

Escuece. Tal vez tu yo interno ha decidido aflorar en tu piel y ahora lo sientes de una forma más física.

Sigue avanzando.

Me cuentan que tus pies ya no tocan el suelo; ahora tendrás que luchar. Bracea; tú puedes.

Le ganas territorio a la inmensidad, pero no suficientemente rápido. El ejército de olas te lo echa en cara e intenta llevarte de vuelta a tu posición inicial.

También buceas para esconderte y notas cada tirón. Ante todo, no te detengas, aún es demasiado pronto como para dejarse llevar por la corriente y tú tienes alma de kamikaze.

Poco a poco y en contra de tu voluntad, te vas cansando de intentar continuar para no moverte del mismo lugar. Sientes tu cuerpo pesado; hasta la ingravidez te traiciona. Y te rindes, porque ya no puedes más.

Decides volver a tierra firme. Pese a que allí te sientas claustrofóbico, echas de menos el terreno seguro. Nadas rápido, porque no quieres que las olas te vuelvan a arrastrar. Las desprecias como nunca antes; te impidieron alcanzar tu objetivo.

Sin embargo, te atrapan. Las olas siempre te atrapan y no puedes hacer nada para evitarlo. Son superiores a tu voluntad y te condenan a la sumisión de unas leyes que tú nunca quisiste aprobar.

Sales a la superficie y la arena mojada bajo tus pies te recibe. Dejas una huella efímera entre tantas. El oleaje volverá a lograr su cometido, sólo es cuestión de tiempo.

Te sientas en la arena de la playa y miras hacia el horizonte. La causa de tu anhelo sigue esperándote allí y tú has vuelto a caer.

Puede que hayas perdido la batalla por enésima vez, pero te consuela pensar que algún día ganarás. Nadie es un eterno perdedor, y eso lo sabes bien.

Son días con sabor a sal y fuego en la piel, y mañana el océano deberá enfrentarte de nuevo.
 

miércoles, 13 de julio de 2016

Que alguien pare el espectáculo

A veces me gustaría dejar de ser yo por unos instantes por el simple hecho de dejar de pensar en ti.


Pretendo ser fuerte, afrontar el presente como si tú no hubieras sucedido nunca, pero ¿cómo voy a hacerlo si cada vez que escucho tu voz me derrumbo?


Te odio, pero no más de lo que me odio a mí misma por no odiarte lo suficiente. Jugaste conmigo sobre un hilo en el que entrelazaste mentiras. Siendo equilibrista me creí tan intrépida, tan especial. Sin embargo, fui tan estúpida que no pude verlas.

En algún momento entre el “somos” y el “seremos” el hilo se rompió. Me sentí tan culpable que, aún después de la caída, ahuyentaba la existencia de esas mentiras creando las mías propias. Siempre he sido una tremenda ilusa, además de una arrogante. Hasta que me tropecé con una de ellas.

Pensarás que me dolió, pero te equivocarás. Simplemente era la excusa perfecta para convencerme de que nada había existido, porque era la apariencia de realidad la que me mataba por dentro.

Pese a todo, ¿por qué sigo anclada a tu recuerdo? Me siento como el mosquito más tonto de la manada del que habla esa canción de la Oreja de Van Gogh, esa cuyo título me corroe por su fría veracidad: “Deseos de cosas imposibles”. ¿Y qué es todo sino un deseo intermitentemente permanente de algo que no pudo ser?

Me dueles, pero supongo que así tiene que ser. Sólo espero que me eches de menos, que mi ausencia te marque tanto como la tuya me lo hace a mí. Sospecho que nunca seré tan fuerte como todas esas otras chicas que fueron antes que yo, pero al menos quiero sentir que no todo fue en vano.

Que alguien pare el espectáculo de una vez; empieza a ser difícil respirar y Queen ya no funciona.