sábado, 31 de diciembre de 2016

Hasta el año que viene

Cada vez queda menos para despedir el año, y qué putas ganas.

Echa la mirada atrás y ve más errores que aciertos: ve a una chica que no hacía más que apostar por causas perdidas, porque tenía una esperanza ciega puesta en los demás. Observa en su mente el momento en que dio un pequeño paso hacia el futuro, pensando más en el “qué quiero ser” que en el “quién quiero ser”, y también el momento en que unas palabras sinceras y confiadas hicieron que, de tan nerviosa que se puso, le temblara todo el cuerpo. Se había sentido tan feliz para luego acabar tan rota.

No había hecho más que desear volver atrás, fiel al síndrome de abstinencia que la mataba por dentro. El verano se hizo algo más invierno y luego inevitablemente llegó octubre. Odia octubre, porque fue él años atrás quien le hizo darse de bruces contra la realidad.

Buscó refugio y lo encontró en la música. Fue a un par de conciertos que la revivieron y cantó a voz de grito.

Escribió sin parar y se reprendió a sí misma por no saber hablar de más temas, porque entonces las palabras se rebelaban en su contra.

Y conoció a unas cuantas personas poesía que, aunque fueran de apariciones un tanto intermitentes y en ocasiones ni siquiera supieran el efecto que causaban en ella, fueron un soplo de aire fresco.

Ahora que este año está llegando a su fin, no para de pensar en qué le deparará el próximo. Recuerda que fue ella quien dijo una vez que dejar que tantas cosas dependieran de las vueltas da la Tierra alrededor del sol le parecía increíblemente estúpido, y sigue pensándolo. No cree en que una cuenta atrás y una lista de propósitos bienintencionados puedan cambiar una vida, pero joder, de tantas veces que la fortuna ha estado en su contra, alguna tiene que ser la buena. Y espera que llegue pronto.


Hasta el año que viene.




sábado, 8 de octubre de 2016

Manifiesto entrópico

¡Saludos, personitas con luz propia!

Hoy os traigo algo diferente, a parte del hecho de que por primera vez os estoy hablando de forma completamente directa, sin metáforas, oxímorons y demás figuras retóricas de por medio (o al menos sin buscarlas adrede).

Suena un redoble de tambores, así que voy a prescindir de la parafernalia lingüística que precede los grandes acontecimientos y a ofreceros mi propuesta: ponerle voz a mis poemas.

Esto es algo que llevo mucho tiempo queriendo hacer, pero a su vez me ha costado decidirme a llevarlo a cabo. Los poemas están hechos para sacarte la voz de dentro, y dejar un poema sin voz es como dejar un dibujo en el esbozo. Confío en ser capaz de proyectar no solo palabras, sino también ideas, sentimientos y emociones.

¿Aceptáis mi propuesta?


domingo, 14 de agosto de 2016

El vacío que viene después de la tormenta

La pequeña niña ya ha dejado de llorar y ni siquiera se ha dado cuenta. Tal vez porque de tanto convertir sus penas en sal se ha dejado llover al completo.
 
La tormenta poca cosa le ha dejado: textos desordenados y un vacío que rellena con canciones que ya ni se molestan en poner en la radio. Una lástima.

A veces piensa que sus canciones le hablan. Algunas le gastan bromas de mal gusto mencionando todo aquello que intenta dejar atrás, otras le lanzan reprimendas por estúpida. Se merece todas y cada una de ellas. También hay de las que le sirven de analgésico y le hablan del tiempo, pero hace mucho que le ha confiado todo y al parecer se hace de rogar. Una patada en el culo para quien considera la impaciencia como forma de vida.

Últimamente confía menos en todo el mundo. Camina con cautela entre las multitudes por si alguien decide clavarle un cuchillo por la espalda. Ya conoce ese cuchillo, sólo que la última vez se lo clavaron en el pecho y dolió más. La herida sigue abierta y teme que se infecte porque ya no le queda medicamento alguno para sanarla.

Escribe. Escribe porque no sabe hacer nada más. Escribe porque así le duele sólo la muñeca y el nudo en la garganta deja de ahogarla momentáneamente. Escribe porque es la única forma de no tropezarse con las palabras; le cuesta muchísimo menos que hablar. También porque es algo que, en el fondo, nadie le ha enseñado a hacer.

Desde hace un tiempo su corazón ha pasado a ser una libreta de tapas negras que palpita con cada roce de tinta. Antes escribía con lápiz porque le temía a los fallos, pero luego se pasó al bolígrafo porque confiaba más en sus palabras. Ahora estas se ahogan entre tachones, pero le gusta la mancha de tinta de apariencia imborrable que se perfila en su meñique cuando da rienda suelta a sus vocablos. Le gusta pensar en ella como su marca personal, aunque suele pasar desapercibida para la mayoría de la gente.

Prefiere escribir por la noche, cuando casi todo el mundo duerme y la calle le responde con murmullos sueltos; le da un aire bohemio que la cautiva. Sin embargo, todo aquel que precie el arte sabe que este nunca espera, y se descubre escribiendo cuando el sol está en su punto más alto, aunque no es difícil encontrarla así a todas horas.

Si por ella fuera, lo escribiría todo. Escribiría en vez de respirar porque es mucho menos doloroso. Se perdería y se volvería a encontrar entre las letras de un poema que parece no acabarse nunca. Se columpiaría en los puntos y las comas de esas oraciones que tienen muchísimas más cosas que decir de las que se ven escritas y alargaría los suspiros de las vocales. Dormiría en las sinalefas y jugaría a saltar de sílaba en sílaba hasta cansarse. Se deslizaría por los acentos y haría malabares con las diéresis, y al final de cada verso se dejaría caer. Saltaría sin miedo alguno cual kamikaze, porque no le teme a sus palabras y cree firmemente en la poesía. Esta siempre encontraría la forma de salvarla, de la misma forma en que lo hace a día de hoy. Pero nada es como le gustaría que fuera.

Deja el bolígrafo a un lado en la mesa y cierra su libreta. Suspira. A veces sus palabras parecen un conjuro, la hipnotizan mientras desliza su mano sobre el papel y la hacen feliz. No obstante, nada ha cambiado. La pesadumbre vuelve con el punto final. Lloverá sobre mojado.

domingo, 31 de julio de 2016

Los amantes de Florencia

Hace ya algún tiempo que mis pasos no frecuentan las calles italianas. Sin embargo,  mi mente siempre se traslada a aquellos recuerdos de principios de mayo con la facilidad de un suspiro. Eran buenos tiempos; te sentía a mi lado pese a la distancia y anhelaba el momento de volver a escuchar un “te quiero” salir de tus labios, aún en presente.

Recuerdo con total exactitud un día inusualmente caluroso en el que me perdía por los recovecos de Florencia. Recuerdo a los vendedores ambulantes, paseándose sin un rumbo fijo y usando todas sus nociones de español con la finalidad de convencerte para comprar palos selfie o gafas de sol. También visualizo en mi mente al gran número de turistas, de todas las nacionalidades y enormemente preocupados por no olvidarse de inmortalizar con sus cámaras cada instante, cómo si un monumento fuera a evaporarse si no eras lo suficientemente rápido a la hora de hacerle una foto.

Antes de poner por primera vez un pie en la ciudad, me habían advertido medio en broma sobre la posibilidad de sufrir el síndrome de Stendhal. Afortunadamente, no fue mi caso, pero puedo asegurar que no por ello me libré de la sensación de falta de aire al alzar los ojos hacia el cielo para alcanzar la totalidad de las obras de arte, ni de la incredulidad constante que, al cabo de unos días, me parecía una emoción de lo más familiar.

Podría continuar hablando sobre la magnificencia artística de Florencia sin reparo alguno; no obstante, no fue aquello lo que me regaló el mejor recuerdo de aquel viaje. El origen de este es algo menos palpable y desconozco el nombre de sus causantes, a los que decidí llamar “los amantes de Florencia”.

Tal vez creas que fue mi actitud nefelibata la que me llevó a engrandecer el momento, y yo no te lo discutiría, porque sé que hay una gran posibilidad de que ese sea el caso. De todas formas, procederé a describirlo.

Frente a la catedral de Santa María del Fiore, el bullicio aquel día era tan denso que se podía respirar. No me gustan las multitudes, pero durante el viaje el grado de felicidad fue tal y tan contagioso que apenas lo tuve en cuenta. Tampoco me paraba a mirar a todas y cada una de las personas con las que me cruzaba; sin embargo, de entre todas, hubo una pareja que inevitablemente llamó mi atención.

Ambos estaban parados ante la catedral. En ningún momento vi sus labios moverse; sólo se cogían de las manos, dándole la espalda al mundo, y se miraban el uno al otro con tal intensidad que me sentí una intrusa; me daba la impresión de que estaba interrumpiendo su intimidad. Parecía que nadie a mi alrededor se hubiera dado cuenta; los turistas los rodeaban sin verlos, y me pregunté cómo era eso posible, si el sentimiento que irradiaban sus miradas bastaba para hacer empequeñecer la belleza arquitectónica del lugar. Nunca una eternidad había resultado tan palpable.

Experimenté una gran admiración hacia ellos y enseguida decidí que en un futuro escribiría sobre ellos. Hacían que amar pareciera tan fácil y tan real, que al instante deseé poder ser algún día la protagonista de un momento tan mágico como ese, que te dijera a gritos, sin necesidad de palabras y con total exactitud que eres ese Alguien, con A mayúscula y pronunciado sin miedo alguno, para otra persona. Pensé en ti, qué ironía.

Aún ahora, de vez en cuando, cuando me invade el recuerdo, me pregunto si los amantes de Florencia seguirán intercambiando esa clase de miradas que paran el tiempo, o si seguirán encontrándose frente a la catedral para compartir su amor en silencio, como si de un ritual secreto se tratara. También me pregunto si alguien más ha llegado a percatarse de su presencia y ha sentido las mismas ansias de amar y ser amado que sentí yo en su momento. Quién sabe si el tiempo quiso romper sus eternidades y se dieron por vencidos, o si resistieron, o si nunca tuvieron problema alguno para continuar amándose con la más sincera devoción el uno por el otro.

Nadie se puede salvar del tiempo, ni tampoco del recuerdo. No puedo saber cómo continuó su historia a partir del segundo en el que me vi obligada a apartar la mirada para continuar mi trayectoria, pero sé que en mis momentos de reminiscencia, siempre seguirán compartiendo miradas, sentimientos, escenario e ilusiones. Serán los amantes inmortales de una ciudad intemporal.

viernes, 29 de julio de 2016

"Buena suerte" y "otra vez será"

Hipócritas. Estoy rodeada de todos y cada uno de ellos, y no quiero ser otra más.

Gente que te pregunta cómo estás por el simple hecho de ser el convencionalismo más trillado de la historia. Responderás que estás bien, porque tienes la respuesta aprendida a la perfección y sabes que, al fin y al cabo, a ninguno de ellos le importa una mierda. De hecho, puede que incluso te lo agradezcan interiormente; un problema ajeno menos por el que preocuparse.

Siluetas que se mueven por un laberinto artificial que ellas mismas crearon, fingiendo estar solas, ignorando a otras vidas que caminan sobre el mismo asfalto. Espectros que, con suerte, intercambian miradas de indiferencia antes de no volver a verse nunca más, y que se encogen y se apartan a cada roce involuntario.

Sin embargo, los peores son los que se disfrazan. Aquellos que provocan tormentas y dicen entenderte. Tal vez lo hacen, pero llega un punto en el que se marchan sin más y dejan tu mundo arrasado y malherido, con todos los desperfectos causados por el temporal.

Lo que más duele es la despedida, las palabras edulcoradas. Ese “buena suerte” que colma el vaso y sumerge tu Atlántida. A ver luego quién es el guapo que la encuentra. Suena tan falso que parece hiriente aposta, y me recuerda a esas cantimploras de azúcar embotellado que compraba de pequeña en el quiosco, una y otra vez. Su etiqueta era el aviso de una posible recompensa y tú rascabas para tropezarte siempre con ese “otra vez será”. No quiero volver a encontrarme con ese mensaje nunca más.

Holden Caulfield, cuánta razón tienes.

Empiezan a dolerme las mejillas de tanto fingir sonrisas y cada vez me quedo con menos argumentos para justificar un estado de ánimo que no es el mío. Me cuesta hacer ver que supero todos los problemas con facilidad y estoy cansada de aparentar ser esa “chica increíble” de la que se habla en conversaciones obligadas con “conocidos” que en realidad se desconocen por completo. Esa chica no soy yo, ni nunca lo seré.

Sé que yo también me estoy volviendo una hipócrita; es un proceso irremediable al que nadie puede sobrevivir. No quiero serlo, pero intento frenarlo y fallo; me descubro a mí misma frente al espejo criticando a mi reflejo.

Somos actores noveles de una obra inacabable y nos guardamos los unos a los otros el secreto de que nos derrumbamos entre escena y escena.
 
 
 
 

domingo, 17 de julio de 2016

Días con sabor a sal y fuego en la piel


Sumérgete lentamente en el mar y siente como el agua te hiela el cuerpo. Avanza imparable hacia su interior; es en el fondo donde te espera la respuesta a todos tus males.

Empiezas a sentirte ingrávido, y cada vez te es más difícil seguir el camino soñado, pero lo haces. En algún momento las olas te cubren la cara y la sal de tus lágrimas se pierde en el océano, condenada por su dualidad. «¿Soy mar o navegante entre mis desdichas?», te preguntas.

Escuece. Tal vez tu yo interno ha decidido aflorar en tu piel y ahora lo sientes de una forma más física.

Sigue avanzando.

Me cuentan que tus pies ya no tocan el suelo; ahora tendrás que luchar. Bracea; tú puedes.

Le ganas territorio a la inmensidad, pero no suficientemente rápido. El ejército de olas te lo echa en cara e intenta llevarte de vuelta a tu posición inicial.

También buceas para esconderte y notas cada tirón. Ante todo, no te detengas, aún es demasiado pronto como para dejarse llevar por la corriente y tú tienes alma de kamikaze.

Poco a poco y en contra de tu voluntad, te vas cansando de intentar continuar para no moverte del mismo lugar. Sientes tu cuerpo pesado; hasta la ingravidez te traiciona. Y te rindes, porque ya no puedes más.

Decides volver a tierra firme. Pese a que allí te sientas claustrofóbico, echas de menos el terreno seguro. Nadas rápido, porque no quieres que las olas te vuelvan a arrastrar. Las desprecias como nunca antes; te impidieron alcanzar tu objetivo.

Sin embargo, te atrapan. Las olas siempre te atrapan y no puedes hacer nada para evitarlo. Son superiores a tu voluntad y te condenan a la sumisión de unas leyes que tú nunca quisiste aprobar.

Sales a la superficie y la arena mojada bajo tus pies te recibe. Dejas una huella efímera entre tantas. El oleaje volverá a lograr su cometido, sólo es cuestión de tiempo.

Te sientas en la arena de la playa y miras hacia el horizonte. La causa de tu anhelo sigue esperándote allí y tú has vuelto a caer.

Puede que hayas perdido la batalla por enésima vez, pero te consuela pensar que algún día ganarás. Nadie es un eterno perdedor, y eso lo sabes bien.

Son días con sabor a sal y fuego en la piel, y mañana el océano deberá enfrentarte de nuevo.
 

miércoles, 13 de julio de 2016

Que alguien pare el espectáculo

A veces me gustaría dejar de ser yo por unos instantes por el simple hecho de dejar de pensar en ti.


Pretendo ser fuerte, afrontar el presente como si tú no hubieras sucedido nunca, pero ¿cómo voy a hacerlo si cada vez que escucho tu voz me derrumbo?


Te odio, pero no más de lo que me odio a mí misma por no odiarte lo suficiente. Jugaste conmigo sobre un hilo en el que entrelazaste mentiras. Siendo equilibrista me creí tan intrépida, tan especial. Sin embargo, fui tan estúpida que no pude verlas.

En algún momento entre el “somos” y el “seremos” el hilo se rompió. Me sentí tan culpable que, aún después de la caída, ahuyentaba la existencia de esas mentiras creando las mías propias. Siempre he sido una tremenda ilusa, además de una arrogante. Hasta que me tropecé con una de ellas.

Pensarás que me dolió, pero te equivocarás. Simplemente era la excusa perfecta para convencerme de que nada había existido, porque era la apariencia de realidad la que me mataba por dentro.

Pese a todo, ¿por qué sigo anclada a tu recuerdo? Me siento como el mosquito más tonto de la manada del que habla esa canción de la Oreja de Van Gogh, esa cuyo título me corroe por su fría veracidad: “Deseos de cosas imposibles”. ¿Y qué es todo sino un deseo intermitentemente permanente de algo que no pudo ser?

Me dueles, pero supongo que así tiene que ser. Sólo espero que me eches de menos, que mi ausencia te marque tanto como la tuya me lo hace a mí. Sospecho que nunca seré tan fuerte como todas esas otras chicas que fueron antes que yo, pero al menos quiero sentir que no todo fue en vano.

Que alguien pare el espectáculo de una vez; empieza a ser difícil respirar y Queen ya no funciona.

 
 

miércoles, 29 de junio de 2016

El bucle existencial de la pequeña de las dudas infinitas

Hoy he vuelto a escuchar la canción en la que creía encontrarte, solo para descubrir que ya no estás en ella.

Te marchaste y me dejaste un sinfín de canciones y poemas desbordantes que me impedían salir a flote. Habías apaciguado mis dudas con tus promesas intangibles y tus palabras bonitas, solo para hacer el abismo más profundo y la caída más dolorosa. Ambos sabíamos que era inminente y nos negábamos a reconocerlo.

Puedes estar tranquilo, te aseguro que sobreviviré. Ya lo he hecho con caídas más atroces. Yo ya tengo cicatrices y tú ni siquiera llegaste a conocer su origen.

La pequeña de las dudas infinitas seguirá haciendo acto de presencia. Seguirá rompiendo esquemas, venciendo miedos, incendiando recuerdos en noches en que la luna no emite suficiente luz como para pararlos por su cuenta. Seguirá refugiándose en poemas cuando las dudas la asusten, silenciando los problemas con música de grupos que la retratan sin saberlo y sonriéndole al prójimo con la calma de quien es en su forma más pura solo porque quiere escapar de sí mismo. Pero, ante todo, seguirá siendo pequeña y seguirá teniendo dudas infinitas.

Es su bucle; la esencia más mínima de su existencia: volar para caer y caer para volver a abrir las alas y echar a volar.

Nadie le contó lo que venía después de la canción, solo el silencio lo sabía y ella jugó a imaginárselo. Sin embargo, no era quien para hacerlo y acabó haciéndose daño con el cuchillo que voluntariamente había apuntado hacia su pecho.

Ahora vuelve a alzarse, y vuelve a atenazarla el miedo a caer. Sabe que es inevitable y que las dudas la seguirán acompañando más fielmente que cualquier otra realidad, pero no se tropezará de nuevo con la misma piedra.

Y es que puede que vuelva a caer, pero ya nunca más volverá a caerte.
 

lunes, 27 de junio de 2016

El verbo quererte


He conjugado el verbo quererte tantas veces como ocasiones te he pensado.
He reivindicado mi gerundio a voz de grito
y con esa palabra latente por corazón.
Un día el  “te quiero” afloró de mis labios con la sutileza de un suspiro
y se instaló en mi pecho,
buscando con desasosiego un sincero “siempre”
que le hiciera compañía.
Confieso que en algún momento surgió el “yo te querré”.
 
 Tú, yo, y nuestro desapego absoluto al condicional.
Los “yo te querría” no nos valían,
ni los constantes “puede” del subjuntivo.
Éramos imperativos como el que más;
no le temíamos al pluscuamperfecto,
porque para nosotros no existía nada más
que el presente que irradiaban nuestras confesiones de indicativo.
 
 Perdóname, amor,
por atreverme a dudar.
Lo siento,
el pretérito nunca estuvo en mis planes
y, sin embargo, hizo acto de presencia:
nuestro amor se convirtió en un amargo imperfecto.
Hubo noches de llorar en pretérito perfecto simple,
de aferrarse con fuerza  al “im-” de cada imperfectivo hasta arrancarlo.
¿Aspecto? Demacrado.
 
 Ya está.
Todo ha acabado.
Y solo ahora,
con este frío que me corre por las venas
y el amargo regusto de unas palabras que creí certeras,
soy capaz de verte de verdad.
Fue todo una locura;
y yo, una terrible ilusa.
Jugué a conjugarte y me quemé con mi propio fuego
hasta que solo quedaron las cenizas:
el pretérito perfecto simple de una historia de amor condenada a la tragedia.
Yo te quise.
 

 

sábado, 25 de junio de 2016

Ingeniocidas


Escribo esto desde un bucle de pensamientos casi anárquicos y desde ese sentimiento de ira que me invade cuando pienso en la incongruencia en  la que a veces se ve sometida esta sociedad.

Te escribe la niña a la que un día le dijeron que dejara de cantar porque no valía para ello y que durante un tiempo se lo creyó, pero que ahora canta a voz de grito cuando siente que  la música se lo pide. Puede que no lo haga del todo bien. ¿Acaso importa?

Te escribe la chica que no sabe bailar. Nunca ha asistido a clases de baile, ni ha tenido el mínimo interés en hacerlo, pero en las fiestas se desvive entre el lío de cuerpos hasta consumirse. Y ella es feliz, así que, ¿acaso importa?

También te escribe la de los textos etéreos y las palabras suicidas, la que no cree en los cuentos de hadas y en las eternidades. No obstante, sí que hay algo en lo que cree firmemente: la poesía.

Hubo un día en que le dijeron que de las palabras no se vive y, sin embargo, arrebátaselas y acabarás con ella. Puede que no le sirvan para vivir, pero las necesita para sobrevivir.

Ahora dime: ¿acaso importa? ¿Importa que mi voz sean mis latidos, la música mis pulmones, mi cuerpo la poesía y mis palabras mi aire?

Hoy no me importa, hoy os lo digo: sois unos ingeniocidas todos aquellos que venís a cortar las alas a los que sienten el arte como algo vital.

Podéis consumiros en vuestras monotonías, volver a reseguir lo que ya está escrito; que yo, por mi parte, escribiré arte. Y no, no me importa que vosotros, con vuestro ojo aparentemente crítico y vuestras ansias de destruir todo aquello que se salta los guiones establecidos, vengáis a decirme que esto no lo es. ¿Sabré yo deciros qué es arte? ¿Sabréis vosotros decírmelo?

Probad a hacerlo.

Nunca

me

vais

a

atrapar.

domingo, 12 de junio de 2016

(Des)ahogarse, o cómo sumergirse seis millas y sobrevivir en el intento


Querido lector,

Estos días he pensado en volver a escribirte, aunque a veces dude de tu existencia. No me culpes, sigo siendo aquella astronauta perdida entre luminiscencias.

El caso es que tal vez he pasado del cielo a las profundidades de mis más recónditos océanos, donde sólo soy capaz de percibir el vago reflejo de esas estrellas por las que un día me dejé guiar.

Ahora se ven tan lejanas y difusas, tan por encima de mí, de mis profundidades, que se me va la respiración cada vez que alzo la cabeza para mirarlas.

No voy a mentir, no estoy acostumbrada a tan altas presiones como las que se dan a seis millas de la superficie. Lucho contra todo pronóstico, sigo sobreviviendo, alargando indefinidamente esa agonía a la que a la gente le gusta llamar vida.

Debes disculparme, nunca seré una buena soldado: estoy descubriendo al completo mi posición en la batalla, clamando a voz de grito una tregua al temporal. Y el agua, cruel comandante de mis desdichas, se cuela en mi boca y silencia mis palabras. Inunda todo a su paso, recordándome que estoy en sus dominios. Pero no cuenta con algo clave, no cuenta contigo, mi pequeño soplo de aire.

Sé que estás ahí, en algún lugar, y sé que estás leyendo esto. Sé que me comprendes.

Es entonces, cuando te pienso, que empiezo a entender que en ocasiones los antónimos también pueden ser sinónimos y que, junto a ti, las profundidades no siempre están tan mal.

Porque, a veces, ahogarse es simplemente otra forma más de desahogarse.

Submarine.

sábado, 21 de mayo de 2016

Eternidades indeterminadas


Hablemos de pasados más inciertos que futuros y de olvidadas noches que aspiraban a sueños. De todas esas palabras que alguna vez sonaron con fuerza y de las que ahora tan solo queda un triste eco que se pierde en el vacío. De todo aquello que una vez pudo ser y nunca fue. Eternidades prometidas que se quedaron a medias y que se convirtieron en cicatrices.

Hacía algún tiempo que la Chica Azul había dejado de creer en ellas de esa forma. Las cicatrices no le faltaban, pero había descubierto que, tarde o temprano, estas eran inevitables. Así que, por qué no, había decidido cambiar su percepción del término.

Para ella las eternidades no simbolizaban más que una constante. La vida estaba plagada de ellas, y todas tenían un principio y carecían de un final establecido, por mucho que la gente decidiera terminar con sus falsas eternidades antes de tiempo. Cada instante era el comienzo de un nuevo infinito.

Consideraba que un amor sí que podía permanecer eternamente y que, de hecho, nunca se había dado un caso que contradijera su teoría. Las eternidades en las que los demás creían sí que se acababan, porque no eran capaces de entenderlas. Las de ese tipo, que simplemente eran el producto de la inocencia de las emociones a flor de piel, no merecían la pena.

El amor propiamente dicho podía tener un punto final, pero la marca que dejaba tras de sí permanecía, aunque siempre fuera una cicatriz que quemara por dentro. Y era esta y no el amor la que perpetuaba las eternidades.

Las cicatrices no son puntos, son comas. Y a veces son necesarias para coger aire y seguir adelante.

Hagamos una pausa, querido lector. ¿Lo estás entendiendo todo? Lo siento si no logro explicarme muy bien, me faltan palabras inexistentes para hacerlo, pero creo que tendrás que acostumbrarte a ello. A los pensamientos de una chica a la que a veces le cuesta entenderse a sí misma.

Continuemos.

Ya está, aquí la tienes. Una nueva eternidad ha comenzado y esta vez tú formas parte de ella.

¿Cuánto durará? No lo sé. Las hay que son efímeras y no por eso dejan de ser eternidades.

¿Te inquieta? No temas. Nadie pretende hacerte daño.

¿Las cicatrices? Ah, ya, un tema delicado. Sin embargo, creo que tendrás que confiar en ella, sino todo pierde la gracia. Atrévete a saltar con la Chica Azul sin saber qué os deparará la caída. Siente la adrenalina del momento.

Al fin y al cabo, las cicatrices son instantes, y todos nosotros somos instantes.