Hace ya algún tiempo que mis
pasos no frecuentan las calles italianas. Sin embargo, mi mente siempre se traslada a aquellos recuerdos
de principios de mayo con la facilidad de un suspiro. Eran buenos tiempos; te
sentía a mi lado pese a la distancia y anhelaba el momento de volver a escuchar
un “te quiero” salir de tus labios, aún en presente.
Recuerdo con total exactitud un
día inusualmente caluroso en el que me perdía por los recovecos de Florencia.
Recuerdo a los vendedores ambulantes, paseándose sin un rumbo fijo y usando todas
sus nociones de español con la finalidad de convencerte para comprar palos selfie
o gafas de sol. También visualizo en mi mente al gran número de turistas, de
todas las nacionalidades y enormemente preocupados por no olvidarse de inmortalizar
con sus cámaras cada instante, cómo si un monumento fuera a evaporarse si no
eras lo suficientemente rápido a la hora de hacerle una foto.
Antes de poner por primera vez un
pie en la ciudad, me habían advertido medio en broma sobre la posibilidad de
sufrir el síndrome de Stendhal. Afortunadamente, no fue mi caso, pero puedo asegurar
que no por ello me libré de la sensación de falta de aire al alzar los ojos
hacia el cielo para alcanzar la totalidad de las obras de arte, ni de la
incredulidad constante que, al cabo de unos días, me parecía una emoción de lo
más familiar.
Podría continuar hablando sobre
la magnificencia artística de Florencia sin reparo alguno; no obstante, no fue
aquello lo que me regaló el mejor recuerdo de aquel viaje. El origen de este es
algo menos palpable y desconozco el nombre de sus causantes, a los que decidí llamar
“los amantes de Florencia”.
Tal vez creas que fue mi actitud
nefelibata la que me llevó a engrandecer el momento, y yo no te lo discutiría,
porque sé que hay una gran posibilidad de que ese sea el caso. De todas formas,
procederé a describirlo.
Frente a la catedral de Santa
María del Fiore, el bullicio aquel día era tan denso que se podía respirar. No
me gustan las multitudes, pero durante el viaje el grado de felicidad fue tal y
tan contagioso que apenas lo tuve en cuenta. Tampoco me paraba a mirar a todas
y cada una de las personas con las que me cruzaba; sin embargo, de entre todas,
hubo una pareja que inevitablemente llamó mi atención.
Ambos estaban parados ante la
catedral. En ningún momento vi sus labios moverse; sólo se cogían de las manos,
dándole la espalda al mundo, y se miraban el uno al otro con tal intensidad que
me sentí una intrusa; me daba la impresión de que estaba interrumpiendo su
intimidad. Parecía que nadie a mi alrededor se hubiera dado cuenta; los
turistas los rodeaban sin verlos, y me pregunté cómo era eso posible, si el
sentimiento que irradiaban sus miradas bastaba para hacer empequeñecer la
belleza arquitectónica del lugar. Nunca una eternidad había resultado tan
palpable.
Experimenté una gran admiración
hacia ellos y enseguida decidí que en un futuro escribiría sobre ellos. Hacían que amar pareciera tan fácil y tan real, que al instante
deseé poder ser algún día la protagonista de un momento tan mágico como ese,
que te dijera a gritos, sin necesidad de palabras y con total exactitud que
eres ese Alguien, con A mayúscula y pronunciado sin miedo alguno, para otra
persona. Pensé en ti, qué ironía.
Aún ahora, de vez en cuando, cuando
me invade el recuerdo, me pregunto si los amantes de Florencia seguirán
intercambiando esa clase de miradas que paran el tiempo, o si seguirán
encontrándose frente a la catedral para compartir su amor en silencio, como si
de un ritual secreto se tratara. También me pregunto si alguien más ha llegado
a percatarse de su presencia y ha sentido las mismas ansias de amar y ser amado
que sentí yo en su momento. Quién sabe si el tiempo quiso romper sus
eternidades y se dieron por vencidos, o si resistieron, o si nunca tuvieron
problema alguno para continuar amándose con la más sincera devoción el uno por
el otro.
Nadie se puede salvar del tiempo,
ni tampoco del recuerdo. No puedo saber cómo continuó su historia a partir del
segundo en el que me vi obligada a apartar la mirada para continuar mi
trayectoria, pero sé que en mis momentos de reminiscencia, siempre seguirán
compartiendo miradas, sentimientos, escenario e ilusiones. Serán los amantes
inmortales de una ciudad intemporal.